Cold City
Durante la década de los 40 del siglo XX en la URSS se planificaron una serie de ciudades de acceso restringido: las denominadas “ciudades cerradas” o “ciudades secretas”. Básicamente, lugares donde se asentaban centros administrativos o industrias avanzadas -principalmente vinculadas a los sectores armamentístico y nuclear- que se encontraban bajo estricto control de acceso por razones de seguridad (1). El nombre genérico para referirse a esas ciudades era “complejos administrativo-territoriales cerrados” -con las siglas ZATO en ruso-; enclaves poco conocidos debido a su importancia estratégica, excepto casos puntuales como Vladivostok, donde tenía su sede la base militar de la flota soviética del Pacífico. Obviamente, el estatus "cerrado" del lugar llevaba a priorizar determinadas características geográficas y de accesibilidad; por eso numerosas ZATO se asentaron en áreas remotas de la URSS como los Urales o Siberia.

La desintegración de la URSS no ha ayudado demasiado a la apertura de las “ciudades cerradas”; hasta bien entrada la década de los 90 no se tomaron medidas "aperturistas" -especialmente en relación a la entrada de inversores- y su regulación en términos de acceso sigue sin resolverse a día de hoy. El fin de la Guerra Fría y el crecimiento económico de Rusia han convertido a muchas de esas ciudades -al igual que otros proyectos postsocialistas- en una especie de imagen anacrónica de un pasado que se resiste a desaparecer; de ahí que en las ZATO aún resuene el eco de la vieja Gesamtkunstwek estalinista cuyas expectativas de desarrollo se basaron, en buena medida, en el entusiasmo de los Planes Quinquenales y el culto a la hiperproductividad proletaria (2). De hecho, y salvando las distancias, se podría decir que algunas ZATO son a Rusia lo que Detroit a Estados Unidos: el sueño de una utopía productiva -en la que se aunaban la industria y la tecnología más avanzada- que debía hacer más próspera a la humanidad.

En cierta manera, ese sueño se ha llevado al límite en algunas obras del fotógrafo Carl Zimmerman. El trabajo de Zimmerman presenta espacios o arquitecturas que por sus características formales evocan tiempos pretéritos; sin embargo, esos espacios no se encuentran en lugares que se puedan visitar -ni tan siquiera sus silenciosas ruinas-: se realizan a posteriori a partir de la construcción de maquetas que se fotografían y manipulan digitalmente. De esta manera, la obra de Zimmerman recrea gigantescas tipologías arquitectónicas de línea racionalista cuyas formas citan una tradición reconocible; así, en muchos de ellas se reconoce el funcionalismo clasicista del EUR -el barrio que planificó Mussolini en las afueras de Roma-, el monumentalismo de la Germania de Albert Speer, o los proyectos de Nicolás Ledoux (3). Precisamente, esas alusiones se pueden apreciar en la serie Cold City (2010), un trabajo que Zimmerman ha propuesto a partir de la ciudad cerrada de Norilsk.

En una de las fotografías de Cold City se muestra una especie de edifico industrial de línea racionalista -un cubo con columnas adosadas en una de sus caras- sin más obertura que una minúscula entrada que se intuye en la fachada. El edifico se encuentra en un paisaje totalmente yermo y sin ninguna particularidad que lo identifique; simplemente se aprecian algunas torres eléctricas dispersas que contrastan con el tamaño del complejo. Otras fotografías de la misma serie presentan distintas vistas y las infraestructuras próximas al edificio -¿túneles?, ¿pasajes?-, incluso interiores prácticamente vacíos con unas pocas presencias humanas, cuyo reducidísimo tamaño dan una idea aproximada de la colosal escala arquitectónica. La reducida gama cromática cercana al blanco y negro da a todo el conjunto un aire de monumentalidad clasicista -a pesar de que se trata de un edificio que se supone moderno-; como si se quisiera subrayar las pretensiones de atemporalidad de esos espacios.

De esta manera, Zimmerman propone una Norlisk alejada de cualquier actividad identificable -descartando incluso el impacto del tiempo o del hombre- y reconstruye un espacio ficticio que parece conjurar con su imponente presencia la corrosión de la historia y sus estragos. Es como si las arquitecturas de Cold City se encontraran en un tiempo en el que el hombre ya no hiciera falta para asegurar su permanencia; una permanencia que también tiene algo de misteriosa autonomía cuando se contemplan esas silenciosas y vacías infraestructuras que también podrían evocar -de manera un tanto peculiar, eso sí- una "estética del vacío" afín a la filosofía oriental. Sin embargo, aquí el colosalismo y el vacío de esa arquitectura no pretende dar lecciones transhistóricas o metafísicas; más bien todo lo contrario: por eso mismo -en un gesto que cancela cualquier interpretación tardoromántica- los lugares se despliegan ante nosotros como algo que simplemente está ahí sin más: no se sabe desde cuándo ni hasta cuando.

Esta reconstrucción de la arquitectura industrial de Norlisk desactiva deliberadamente cualquier conexión con la Ostalgie -un terreno abonado en lo que compete al pasado de la URSS- y el finis gloriae mundi tantas veces asociado al declive de determinados lugares. Se entiende, por tanto, que aquí nada sugiera el despliegue natural de fuerzas destructivas que arrasan de manera cíclica todo lo que ha sido, fue, y será; sólo el callado mutismo de un “no-lugar” que quiere dejarse aprehender en lo que es. En este sentido, resulta sintomática la alusión de Zimmerman a la ontología fenomenológica sartreana para justificar un mundo que rechaza por completo todo fundamento y toda interpretación: las cosas son lo que parecen ser y detrás de ellas “no hay nada" (4). Un radicalismo conceptual que puede resultar problemático -especialmente bajo una perspectiva histórica o sociológica- en tanto Cold City es un trabajo que incorpora como "punto de partida" Norlisk.

Y es que la Norilsk real es uno de los muchos ejemplos que vendrían a evidenciar que cuando se habla del desarrollo económico de Rusia convendría matizar algunas cuestiones. Situada en el norte de Siberia, la ciudad de Norlisk parece detenida en el tiempo de alguna distopía apocalíptico-industrial o en el de los peores excesos de la fábrica manchesteriana. Entre otras cosas, Norlisk es un centro de actividad minera -especialmente de níquel- que ocupa un destacado puesto en el ranking de las ciudades más contaminadas del mundo; los humos de las chimeneas de sus fábricas contienen metales pesados que a menudo producen precipitaciones de lluvia ácida: de ahí que la esperanza de vida de sus habitantes apenas llegue a los 50 años. A las hostiles condiciones de habitabilidad humana también hay que añadir los estragos ecológicos de la actividad industrial; en las proximidades de la ciudad -y más allá de ésta- desolados paisajes de aspecto lunar ocupan el lugar de una tundra que ha desaparecido por completo arrasada por la contaminación.

Curiosamente, en Cold City Norlisk ha sido reemplazada por una ficción autorreferencial que no desentonaría como posible decorado en la apoteosis científico-industrial del Nosotros de Zamiátin. Sin embargo, aquí ya no hay distopía ni utopía; se trata de imágenes sin historia concreta y sin actividad humana identificable -por lo tanto, sin pasado y sin futuro-; un mundo despojado desde siempre y para siempre de las huellas del tiempo y de los individuos que lo habitaron o que lo podrían habitar. Es como si esas escasas presencias que se detectan fueran fantasmas cuya razón de ser es deambular para contemplar espacios colosales de inquietante perfección racional. Una perfección, que paradójicamente, nunca ha dejado de estar presente en el devenir histórico del hombre: aunque fueran sueños que cuando se pudieron llevar a cabo se materializaran de manera imprevista. Posiblemente, la Norlisk real sea el testimonio que nos recuerda como acabaron algunos de esos sueños.

  1. Richard H. Rowland, “Russia’s Secret Cities”, en Post-Soviet Geography and Economics, vol. 37, nº 7, 1996, p. 426 y ss.
  2. Boris Groys, Obra de arte total Stalin, Valencia, Pre-Textos, 2008.
  3. Para un vínculo entre el movimiento moderno y Claude-Nicolas Ledoux, véase el clásico ensayo de Emil Kaufmann (1933), De Ledoux a Le Corbusier. Origen y desarrollo de la arquitectura moderna, Barcelona, Gustavo Gili, 1986.
  4. Zimmerman cita deliberadamente a Jean-Paul Sartre para despojar de cualquier lectura pseudohistoricista sus fotografías. Para ello véase carlzimmerman.ca, en línea: http://www.carlzimmerman.ca/images.htm
16 МАРТА / 2018

Автор: Мария Ланина
Фотография: Unspalsh
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