En una de las fotografías de Cold City se muestra una especie de edifico industrial de línea racionalista -un cubo con columnas adosadas en una de sus caras- sin más obertura que una minúscula entrada que se intuye en la fachada. El edifico se encuentra en un paisaje totalmente yermo y sin ninguna particularidad que lo identifique; simplemente se aprecian algunas torres eléctricas dispersas que contrastan con el tamaño del complejo. Otras fotografías de la misma serie presentan distintas vistas y las infraestructuras próximas al edificio -¿túneles?, ¿pasajes?-, incluso interiores prácticamente vacíos con unas pocas presencias humanas, cuyo reducidísimo tamaño dan una idea aproximada de la colosal escala arquitectónica. La reducida gama cromática cercana al blanco y negro da a todo el conjunto un aire de monumentalidad clasicista -a pesar de que se trata de un edificio que se supone moderno-; como si se quisiera subrayar las pretensiones de atemporalidad de esos espacios.
De esta manera, Zimmerman propone una Norlisk alejada de cualquier actividad identificable -descartando incluso el impacto del tiempo o del hombre- y reconstruye un espacio ficticio que parece conjurar con su imponente presencia la corrosión de la historia y sus estragos. Es como si las arquitecturas de Cold City se encontraran en un tiempo en el que el hombre ya no hiciera falta para asegurar su permanencia; una permanencia que también tiene algo de misteriosa autonomía cuando se contemplan esas silenciosas y vacías infraestructuras que también podrían evocar -de manera un tanto peculiar, eso sí- una "estética del vacío" afín a la filosofía oriental. Sin embargo, aquí el colosalismo y el vacío de esa arquitectura no pretende dar lecciones transhistóricas o metafísicas; más bien todo lo contrario: por eso mismo -en un gesto que cancela cualquier interpretación tardoromántica- los lugares se despliegan ante nosotros como algo que simplemente está ahí sin más: no se sabe desde cuándo ni hasta cuando.
Esta reconstrucción de la arquitectura industrial de Norlisk desactiva deliberadamente cualquier conexión con la Ostalgie -un terreno abonado en lo que compete al pasado de la URSS- y el finis gloriae mundi tantas veces asociado al declive de determinados lugares. Se entiende, por tanto, que aquí nada sugiera el despliegue natural de fuerzas destructivas que arrasan de manera cíclica todo lo que ha sido, fue, y será; sólo el callado mutismo de un “no-lugar” que quiere dejarse aprehender en lo que es. En este sentido, resulta sintomática la alusión de Zimmerman a la ontología fenomenológica sartreana para justificar un mundo que rechaza por completo todo fundamento y toda interpretación: las cosas son lo que parecen ser y detrás de ellas “no hay nada" (4). Un radicalismo conceptual que puede resultar problemático -especialmente bajo una perspectiva histórica o sociológica- en tanto Cold City es un trabajo que incorpora como "punto de partida" Norlisk.
Y es que la Norilsk real es uno de los muchos ejemplos que vendrían a evidenciar que cuando se habla del desarrollo económico de Rusia convendría matizar algunas cuestiones. Situada en el norte de Siberia, la ciudad de Norlisk parece detenida en el tiempo de alguna distopía apocalíptico-industrial o en el de los peores excesos de la fábrica manchesteriana. Entre otras cosas, Norlisk es un centro de actividad minera -especialmente de níquel- que ocupa un destacado puesto en el ranking de las ciudades más contaminadas del mundo; los humos de las chimeneas de sus fábricas contienen metales pesados que a menudo producen precipitaciones de lluvia ácida: de ahí que la esperanza de vida de sus habitantes apenas llegue a los 50 años. A las hostiles condiciones de habitabilidad humana también hay que añadir los estragos ecológicos de la actividad industrial; en las proximidades de la ciudad -y más allá de ésta- desolados paisajes de aspecto lunar ocupan el lugar de una tundra que ha desaparecido por completo arrasada por la contaminación.
Curiosamente, en Cold City Norlisk ha sido reemplazada por una ficción autorreferencial que no desentonaría como posible decorado en la apoteosis científico-industrial del Nosotros de Zamiátin. Sin embargo, aquí ya no hay distopía ni utopía; se trata de imágenes sin historia concreta y sin actividad humana identificable -por lo tanto, sin pasado y sin futuro-; un mundo despojado desde siempre y para siempre de las huellas del tiempo y de los individuos que lo habitaron o que lo podrían habitar. Es como si esas escasas presencias que se detectan fueran fantasmas cuya razón de ser es deambular para contemplar espacios colosales de inquietante perfección racional. Una perfección, que paradójicamente, nunca ha dejado de estar presente en el devenir histórico del hombre: aunque fueran sueños que cuando se pudieron llevar a cabo se materializaran de manera imprevista. Posiblemente, la Norlisk real sea el testimonio que nos recuerda como acabaron algunos de esos sueños.